26 jun 2008

Auto-autopsia mental del autor




    Soy Andrés. Viene del verbo inglés undress, que quiere decir sacate la ropa. Metro ochenta y cinco sobre el nivel de mis pies. Castaño. Piscis. Miedo a la luz. Bostero. Heterosexual, creo. Flaco. Macanudo, depende. Alto, ya lo dije. Color azul. Mejor amigo mío. Usted me va a reconocer muy fácil: tire una moneda al piso, y cuando vea alguno que mira al otro lado, déle un cachetazo por boludo. Ese soy yo, gracias y mucho gusto.



    Acá voy de nuevo, por si entendió: Gran amigo de mis amigos. De los que no, no tanto. Clásico vueltero, poco claro. Tardío desertor en Ciencias Económicas y pronto desertor en otra cosa. A mitad de camino entre lo que no soy y lo que no sé. Adiestrador de fantasmas y habitante de extremos inofensivos, como todo cobarde. Por ende corajudo en vivencias oníricas donde no cargo con los miedos tiranos de mi vigilia. Me trastorno para continuar. Llevo un reloj que gira al revés y puede que se me escuche bajo. No, no susurro: grito afónico. Por eso escribo.

No puedo dormir

    Ayer no dormí. Hoy tampoco... hasta recién que pude finalmente hacerlo. Por fin descanso. Espero que mi hermano no venga a despertarme, porque se lo ve ahí dando vueltas en la puerta del cuarto, acosado por su vicio y envidioso de mi descanso. Toda esta situación al compás de lo que estoy soñando. En realidad no tanto. El sueño es aburrido, de esos que se olvidan antes de despertarse. Prefiero ver que está pasando fuera mío, no como soñando, sino como soñandome. Sí, no hay duda, hay que despertarme. Siendo mi hermano yo lo haría, porqué no. Trato de hacerlo. Muevo el cuerpo en la cama, no pasa nada. Lo cacheteo, le hablo fuerte, pero se ve que no lo siente.
—Andrés!!! —no responde, no se mueve. Le grito fuerte. Oigo un ruido de llaves. Alguien llegó a casa y éste que no se despierta.
—Andrés, levantate boludo dale— le digo bajito mientras lo zamarreo. Alguien lo está llamando y su voz se acerca.
—Andrés, Andrés, despertate, por favor te pido —lo sigo moviendo hasta que los pasos llegan casi atrás mío. Me tocan la espalda. Me doy vuelta sin mirar y grito. Abro los ojos. Quien más iba a ser: mi hermano, parado junto a mi cama, pidiéndome un cigarrillo.

Sin cambio

    Esperaba el 152 en sante fé y callao. Necesitaba cambio, tenía un billete de dos pesos. Fui al kiosco de la esquina. Me dijo que no podía salvo que le comprase algo. Agarré un chocolate pero costaba uno con diez. Lo devolví y agarre un chicle. En otras palabras me dijo que no podía venderme algo tan barato. La cosa se complicaba: a un par de cuadras venía el colectivo y yo obligado a elegir algo entre un peso y un chicle, encima que me guste. Nunca soporte ir a un kiosco sin saber lo que voy a comprar. En realidad nunca me gustó elegir nada: desde una golosina hasta el gusto del helado, pasando por mi sexualidad, carrera, credo y otras disyuntivas menores.
    Mientras organizaba mi escala de gustos escuché los frenos del bondi. No compré nada y me subí último para ir haciendo tiempo. Me bajaba a cuatro paradas y por lo menos viajaría hasta que el colectivero se avivara. Empecé por abrir mi mochila y hacer ruido con las llaves imitando el ruido de muchas monedas. Ahí me ligué el primer reojo del conductor. En la siguiente parada se subieron tres personas más. Una vieja, una chica y un pibe. Dejar pasar a las mujeres fue creíble, pero ser tan cortés con un pibe ya no. El conductor me miró por segunda vez y no de reojo. Estuve ágil y le pedí cambio enseguida. Me dijo que no tenía y que no era boludo. Que esa se la hacían todos los días. Pero apareció la chica que dejé pasar y me ofreció. Empezó a sacar monedas de cinco y de diez pero no llegó a los dos pesos. Obviamente no iba a comprarle cambio. No iba a pagarle a la empresa de transporte y también a un pasajero por dejarme viajar con él.
    No quedaba otra, me tenía que bajar. Pero ahí todo cambió. El chico me ofreció cuarenta centavos y el bondi frenó justo y se le cayerons. Me agaché a buscarlas gateando entre la gente que ya se arrimaba para ver el espectáculo. Arrancamos hacia la siguiente parada. Faltaba bastante para los dos pesos pero la cosa mejoraba. La anciana me ofreció cinco centavos más. Una pareja miraba desde la primera fila y después de una leve discusión, me alcanzaron cincuenta más. Faltaban ochenta. Desde el fondo del bondi llegaron tres pasajeros (entre ellos un ciego) que viendo la situación se apiadaron de mi y me dieron treinta. Les agradecí con una seña y vinieron otros más hasta que, abandonando la tercer parada, ya tenía todo el cambio que necesitaba.
    Di unas palabras de agradecimiento en general y les entregué mi billete para que se cobren entre todos. Justo en eso, paramos en donde yo me bajaba. Entonces se me ocurrió que a lo mejor necesitaban el cambio. Naturalmente, les cambié. Tenía dos pesos en monedas. De nuevo, sin cambio, le pedí al conductor. No me dió y me tuve que bajar.

El primer piso no existe

    Era la una de la mañana en lo de Juan. Estábamos aburridos mirando una película mala y esperando el delivery. Sonó el timbre de calle. Juan se levantó, salió a su balcón y miró hacia abajo. Confirmado, era el delivery. No lo pensé dos veces porque me quedaba dormido, había que ponerle ritmo a la noche.
    Entregué los billetes y cobré las cervezas mientras trababa la puerta con mi pie. Le di la propina y cerré. Volví al ascensor y al buscar el botón me di cuenta de mi situación: no me acordaba el piso ni tenía el celular encima. En dos palabras, estaba encerrado entre la puerta de calle, dieciséis pisos y casi cien departamentos entre los cuales estaba mi salida. Todo esto un lunes a la una de la mañana y con el dueño de casa seguro dormido. Traté de hacer memoria: pensé en el octavo y en el cuarto, aunque no estaba seguro. Tenía que usar las escaleras y pasar piso por piso hasta escuchar una tele prendida detrás de una puerta.
    Descarté el primer entrepiso: no atendían del otro lado de la pared y mis nudillos me empezaban a doler. Seguí subiendo y, con el falso entusiasmo de quien pisa la luna por segunda vez, alcancé el segundo entrepiso. Digo así porque no creo en los primeros pisos. La gente que uno conoce nunca vive en el primero. Al decir verdad, no creo que existan los primeros pisos más que para que haya un segundo y entonces uno diga, sí, vivo en el segundo.
    Subí uno más, pero tampoco pensaba en ese. Mis dudas estaban entre el cuarto, el octavo y sus intermedios pares, salvo el seis por ser impar. Recordemos que no cuento el primer piso, o bien, empiezo a contar desde él.
    Partiendo de la formula que ya expliqué (“Pr”(piso real) = “Pn”(piso nominal) - 1) yo estaba de nuevo en el primero (dos menos uno).
    Fui más arriba. La cosa se complicaba con tantos departamentos por nivel. Escuché detrás de la primer puerta posible. No era: voces de mujeres, llanto de un bebé y delirios de un viejo senil.
    Subí uno más y miré a ambos lados del pasillo desde la desembocadura de la escalera. Intenté recordar lo que había hecho cuando bajé del ascensor unas horas antes. Si al llegar, creo, había doblado a la derecha saliendo del ascensor, a la vuelta tendría que haber doblado a la izquierda y ahora, por ende, debería doblar a la derecha de nuevo. Ida vuelta e ida, vendría a ser, derecha izquierda y derecha. Me puse a girar sobre mi mismo para hacer los cálculos. No seguro con los resultados, lo hice cuatro veces más, sin contar la primera. Ahora, totalmente mareado, veía el doble de puertas por piso. Me apuré simulándome estar muy seguro de mí. No pude engañarme, ya estaba casi en pánico. Subí otro y golpeé la primera que encontré. Había luz adentro. Era obvio que Juan se había dado cuenta de mis problemas y me estaba jodiendo. La patee gritando.
—¡Abrí, ya sé que estás ahí! —No me contestaba, aunque sí lo hizo una vieja del departamento vecino.
—Oiga Joven: ¿Que hace golpeando así la puerta del ascensor? Estas no son horas para andar haciendo semejante bochinche—.
—Sí señora, disculpe —dije simulando esperar el ascensor, sin mirarla— ¿Sabe que piso es éste? ¡Ascensor!! ¡Ascensor!!
—¿Cómo?.
—Sí, lo que escuchó ¿no sabe donde vive? Pregunto que cual es este piso.
—Cuarto nene, cuarto.
—¿Contando el primero?
—¿Como? ¿Que primero? —preguntó casi cerrando la puerta— Mire Joven, no se de que se trata todo esto, pero va a ser mejor que se vaya si no quiere que llame a la policía.
—¿Sabe donde vive Juan?
—No conozco ningún Juan.
—¿Y me podría abrir la puerta de calle?
—De ninguna manera, no le voy a abrir si no lo conozco. —dijo acompañándose con cinco cerrojos a modo de exclamación negativa.
    No le creí mucho y subí un piso más. En el cuarto no escuché ruido en ninguna puerta y para peor, se cortó la luz. Pensé que me estaban jodiendo, ya era mucho, no podía ser. Encima Juan que no aparecía. Seguro que se había dormido.
—¡Juan! —grité bien fuerte, ya no me importaba nada— ¡Juan!
    Más arriba se escucharon puertas que se abrían y cerraban. Llamaban a un Horacio. Por lo visto yo no era el único en problemas. Y así era: alguien subía por las escaleras. Ese debía ser Horacio. Esperé a que se acercara.
—¿Horacio? —le pregunté tratando de no titubear ni parecer sospechoso.
—Si, ¿Quién es? —respondió frenando su marcha.
—¿Vos también te quedaste encerrado?
—¿Cómo?
—Claro, como también estás así acá, y te llaman como si estuvieras perdido… ¿Sabés a que piso vás?
—¿Estás bien? ¿Quién sos? No vivís acá ¿no?
—Si… bah, no. Mirá, no importa, esta es mi situación: Estoy perdido, voy a lo de Juan… Va, en realidad vengo de lo de Juan pero no se en donde vive.
—Pará pará, ¿Empezamos de vuelta? Venís de lo de Juan y vas a lo de Juan pero no sabés de donde venís?
—Si, ya sé. ¿Parece un chiste no? ¿De donde venimos y hacia donde vamos ? Ahí estamos, perdidos entre dos preguntas que no son otra cosa que… en fin , sí sí, voy a lo de Juan.
—Y como entraste acá al edificio, tenés que haber tocado el timbre.
—Es que vengo de lo de él –dije, pero no me iba a entender—. Va, no, en realidad cuando estaba por tocar el timbre, abajo, salía una persona que me dejó pasar. Entonces entré sin saber el piso.
—¿Y te dejó entrar sin conocerte? ¿Como era la persona?
—Mmm, no me acuerdo bien.
—Bueno pero… ¿que querés de mí entonces? ¿Por qué no lo llamas de tu celular?
—Primero, podría no tener. Segundo, tengo uno.
—Bueno, llamalo entonces.
—No lo tengo conmigo, lo dejé en lo de Juan.
—¿Me estas jodiendo?
—Eee… en mi casa.
—Basta flaco, me estás mareando. Me voy.
—¿No me podrías abrir la puerta de calle así salgo?
—No, eso no, no te puedo abrir si no te conozco —me dijo yéndose.
    Me senté en las escaleras mientras el ruido mientras se iba. Que iba a hacer. No podía creer mi situación. Sin duda la tenía que arreglar y rápido. Tenía que pensar en forma lógica y pausada. Para irme necesitaba saber el piso de Juan o que alguien me abriera la puerta de calle. Esto último se me venía negando y además podía no aparecer nadie en toda la noche. Por el otro lado, la única manera de saber el piso de Juan era llamándolo por teléfono. Como no tenía teléfono, tendría que pedirlo. Tocar una puerta y pedirlo.
    Cuando me paré volvió la luz. La cosa empezaba a mejorar. Cobré valor y me decidí a terminar con la pesadilla. Subí otro piso y empecé a buscar signos de vida. Se escuchaba música. Esos eran. Sin duda eran jóvenes como yo y no tendrían problema. Llegué a la puerta y me puse a escuchar. La música era hipnótica. No lo dudé más y golpee.
—¿Quién es? —respondió una voz masculina.
—Sí, mirá, ehhh. Te quería pedir si me podés prestar el teléf…
—¿Cómo? ¿Quién sos?
—Estoy perdido, no se a que piso voy, necesito un teléfono.
—¿Rodri quién es? —preguntó otra voz desde adentro— no le abras eh!!
—No se, es un pibe. Dice que está perdido, nos pide el teléfono. Flaco, no te puedo abrir si no te conozco.
—Por favor, les doy una cervezas —las choqué en la bolsa para que me creyeran— Es que bajé a buscar el delivery y me olvidé el piso de Juan, mi amigo que vive acá.
—¿Vos decís Juanchi? ¿El pelado?
—Sí!!! ese!!!, ¿sabés donde vive?!
—Noveno “b”.
—Mil gracias, me salvaste la vida!!!, Chau!!!
    Llegué. Noveno “b”. Estaba entreabierta. Seguro que la había dejado así para mí. Entré y fui hasta el sillón. Dormía. Lo desperté.
—Eu, Juan.
—¿Mm? ¡Ah! Me re dormí…
—Aha, acá están las birras.
—Che están calientes— dijo agarrándolas.
—Si, un desastre.

Un trámite

    Bajé del estribo del bondi a dos cuadras del RENAPER (registro nacional de las personas) en Paseo Colón al mil y pico. A una cuadra y media de llegar ya me ofrecían lugar VIP en la cola, foto más barata y alguna otra movida de la que hay que estar al tanto. Voy a explicar como funciona todo el sistema.
    Al llegar vi una fila de unos cincuenta metros (a razón de una persona por cuerpo y dos cuerpos por metro) que terminaba a mitad de cuadra en el mencionado edificio. Otra cola venía en dirección opuesta (misma distribución) y embocaba en la misma esquina a mitad de cuadra. Perpendicular a estas dos filas y a la calle, había una tercera para gente discapacitada de oficio. Tras atar sus sillas de rueda en los bicicleteros, se metían a hacer el trámite con sus acompañantes, siempre más de cinco y en calidad de siameses, discapacidad también terrible.
    Un muchacho auto-presentado como Diego, que medía los mismo que yo hasta mis hombros, me dijo que iba a necesitar fotos cuatro por cuatro y que las sacaban en frente. Me acompañó caminando diez metros atrás mío hasta el local, donde me esperó para presentarme a los fotógrafos. Eran dos orientales. Cruzaron unas palabras con Diego que no quise entender y se dirigieron hacia mí. Cobraban quince la primer foto pero te regalaban las 3 siguientes que ellos no necesitaban. Lo que me indignó fue que la hoja imprimía seis fotos. Resumiendo: me cobró la primera a quince, las otras tres regaladas, la quinta a un peso y la sexta de yapa. Después me sugirió que le agradezca los descuentos con otro peso. Dieguito insistió en el gesto.
    Desde la cuadra de enfrente, el “RE.NA.PER” se muestra sospechoso. Diciendo cubrir con su techo a los que hacen fila, se estira por encima de la vereda hasta el cordón. Por suerte, una hilera de columnas sujeta e impide el despegue del edificio, enriquecido con rehenes sin nombre, listos para desaparecer.
    Volví a mi lugar tratando de olvidar el pasado setentoso, que por ser argentino está siempre adelante. Pensé en otra cosa, en mis fotos de yapa. Les dije a mis vecinos que aprovechen a comprarlas en frente. Para qué hablé, adentro te sacaban las cuatro por cinco pesos. Así me enteré por boca ajena, lo pelotudo que había sido.
    La fila humana no adelantaba, esa era la idea de la “esquina a mitad de cuadra”: un lugar en donde todos quieren doblar y nadie puede hacerlo. Un lugar público privado de él. Pero… siempre hay vivos: atrás mío llegó un tipo que hizo la fila como cualquier otro menos él. Mi vecina más vieja, indignada, me hizo un comentario:
—No puede ser que pase esto. Si nadie les pagara esos tipos no estarían acá y nadie sacaría ventaja. Yo voy a hacer una denuncia.
—No se gaste —le dije—, en la comisaría hay una cola más larga.
—Que bárbaro, esto no puede ser—.
—¡No sea estúpida, si lo está viendo. Sí que puede ser! —le grité sin usar mi voz.
    Poco a poco nos íbamos armando de impaciencia a medida que llegábamos a la puerta. Finalmente entramos. Adentro había que hacer otra cola: el doble de corta a cuatro cuerpos por metro. Gracias a Dios sin personas a mi altura.
—A bueno, yo a éste país no vuelvo más —dijo el hombre que había pagado por colarse mientras se iba.
—¿No vuelvo más? ¿Y para que volvió la primera vez entonces? —Contesté hacia el lugar libre que había dejado.
    Para confundir aún más a la gente, así pasa todo el tiempo descifrando y sin quejarse, el lugar tiene las paredes empapeladas con advertencias de todo tipo. Resumiendo, siempre nos va a sobrar algún papel importante en nuestra casa. Los burócratas, muy sincronizados, van de a cuatro al baño y de a uno a su puesto de trabajo. Los turnos son de treinta minutos, lo mismo que demora cada uno en usar el baño. De esta manera, siempre hay un empleado atendiendo.
    De todas maneras conseguí mi turno: tendría que venir en veinte días entre las diez y las trece (hora de almuerzo) para hacer otra cola para tramitar mi DNI, que pasaría a buscar más adelante donde me esperaría otra fila. Antes de irme me dijo que las fotos que traía no me servían porque eran de cámara digital. Una vez en casa, leí la fecha del turno. Caía feriado. Yo en este país no nazco más.

Microcentro y el ciego

    Fui al microcentro. Un no vidente en una esquina me pidió que lo ayudara a bajar el cordón y cruzar la calle. A cambio de esto, me ayudó a cruzar la vereda, que según él, tenía cien metros iguales.
    Son ciegos no por serlo, sino por tener sus gafas espejadas del lado de adentro y entonces su vista es interrumpida por su cuerpo. Así queda evidenciada la mochila inútil de carne que los lleva a cuestas. Para los que no llevan gafas es aún peor, ya que les anexan unos lentes celestes claritos, a través de los cuales el aire se ve de un color blanco bien oscuro.
    Más allá de no ver formas ni colores, estos tipos son necesarios en la calle Florida y también en su paralela defectuosa, Lavalle. A simple vista son muy diferentes que el resto de las calles, pero con una mirada mas simple todavía (como la de los ciegos), son iguales que el resto, dotadas de dos veredas de enfrente y una del medio. Para atravesar la del medio uno sigue al ciego, casi siempre guiado por un perro, que si es doméstico nos sigue a nosotros.

Florida (según el ciego).

    Florida, jueves, una y diez del mediodía. La hora pico de águila desciende con su tic-tac sincrónico y del surco aéreo se desprenden hebras de acero que se trenzan al son de su canto. De un saque, enhebran su camino por los ojos de las figuras inanimadas, que se agitan pendiendo de sus pupilas. Casi amorfas, se encauzan hacia el andarivel delineado por los cercos de cristal que espejan sus ausencias y al ver su reflejo opaco, retoman el zig-zag simétrico entre la marea de carne.
    El silencio repiquetea añorando el fondo pampeano y las raíces expiran, sepultadas por el tablero de baldosas. Los ríos de chapa se abren dando paso a los bombos de batalla, inmunes a los flechazos de reojo que yo también esquivo mientras miro toda esta postal que se va diluyendo y va perdiendo nitidez. Sus figuras originales se deforman a mi vista y voy infiriendo —en sentido opuesto— el caos original.

Recuperando la ceguera

    Seguí caminando algo mareado por las prácticas propuestas por el ciego. Gente pidiendo, vendiendo, tocando algún instrumento. Los únicos que me llamaban la atención eran las personas que no estaban de pasada. Por ahí vi, y ya esto no era tan común, a unos siameses tocando música juntos. No les creí, no podía ser que no los hubiesen separado. Por las dudas les di una moneda, para quedarme tranquilo. Después me quedé pensando sobre el tema. Que locura tener que llevar a tu gemelo a cuestas toda tu vida, y que él te lleve a vos también. Seguí pensando: los hay unidos por un brazo, una cadera o cualquier otra parte del cuerpo. Mientras más órganos comparten menos distinguidos son entre sí. Menos individuales y mas indivi/duales. De acá se me desprende la idea de unos siameses que compartan todos los órganos. Más aun: todas las células.
    Sería alguien con dos personalidades. Esquizoide, le dirían algunos. Son, sin embargo, para mí, siameses perfectos. Calcados exactamente por un Dios con pulso polar. La separación se intenta vía química. En realidad es un veneno para uno de los dos. Así callan al más débil de carácter pero no por eso el menos importante. Triunfa el más terrenal ante el otro más etéreo, que queda a la sombra, como un cadáver tácito que el frenético hombre-bóveda lleva a cuestas sin conocer.
Otro tipo de siameses son los inversos a éstos, los que comparten todo menos el cuerpo: es decir, el espíritu. Esa clase de gente es la que vemos mas a menudo por las calles o a travéz del televisor, ahí en sus sillones con sus lenguas-espejo preparadas para repetir discursos que se amolden en sus cuerpos.

Humo en los comicios

    Los comicios tomaron forma luego de escrutarse un 102 % de las mesas. Empezamos lentamente a vislumbrar una oscuridad de distancia entre los candidatos, una nube de diferencia. Ya sabemos qué es lo que se esconde en la niebla. A partir de los resultados, podremos inferir como se inclinarán las encuestas en culo de urna, y finalmente tendremos un claro panorama de lo que desconocemos de la situación.
    La rueda cúbica, representando a la familia de los automóviles, dicta el itinerario del día acelerando pendiente arriba hacia los subsuelos. En su volante hay un botón que interrumpe su bocina, siempre activa. Así, los demás coches se apartan rápidamente ante la emergencia comunicada por su aviso mudo. Los conductores aludidos deberán esconder un pañuelo negro cuando la urgencia sea tanta, que ya sea tarde. En caso de niebla descanderán de los coches en movimiento para posar en forma de baliza humana, logrando un novedoso atropello que justifique la primera, segunda, tercera y enésima plana del periódico (edición nocturna). Luego, ante la imposibilidad de dar con los restos digeridos por las cámaras, se agrega otra capa de concreto en la avenida, por donde se retiran los vendedores ambulantes, sin más lápidas para vender.
    Con respecto a las infracciones, los vehículos reincidentes son multados y a los debutantes se les confisca el conductor. Los semáforos daltónicos, aliados y exageradamente permisivos; alientan con su onda amarilla, la urgencia de los que gozan de una escasa vida de sobra, para llegar a ver.
    Entonces, los autos van y vienen en dirección contraria a la evidente. En las plazas de maíz los árboles de palomas cagan por el pico y se elevan en vuelos imposibles, calcados de sus obsesiones. La gente camina paralela al garabato de un niño salvo alguno que a los tropiezos (valga la redundancia), logra dar un paso estable que trata por todos los medios de prolongar, simulándose de una manera muy realista. No le importa hacer el ridículo ante los demás tropezadores.
    Entre los gritos seniles, se distingue un niño de unos dos metros de alto, disimulados por sus tacos vencidos de un metro de inocencia.
    Las escaleras para discapacitados son en realidad monumentos a la quebrada de Humahuaca, y los que por allí ruedan vienen con el combo, para empalagar el espectáculo.
    La oficina vista de arriba parece un hormiguero. Es un hormiguero. No: fue un hormiguero, y lo que se mueve son los bichos que entraron a comerse las hormigas. Tampoco, son las hormigas muertas, obligadas a moverse aún inertes por los fantasmas desprovistos de invisibilidad: demasiado feos para ser fantasmas; y muy lindos para ser dioses.

Anexo 1: Consideraciones a tener para cruzar una puerta (por el ciego)

    Se empieza por querer estar del otro lado de la puerta. También se puede estar molesto y simplemente no querer estar de este lado. Aun no se comprobó que se den las dos necesidades juntas. Si la inquietud es débil uno no se mueve, o se mueve de otra manera: cruzando la puerta imaginariamente para volver inconforme y no repetirlo de una manera corporal.
    Cuando la intención de cruzar es fuerte, nos hacemos cargo de nuestro cuerpo y lo hacemos caminar hacia el arco de la puerta. La habitación que esta siendo abandonada va perdiendo realidad a medida que salimos de ella. El corto lapso claustrofóbico da lugar al alivio del nuevo habitáculo. Se vera que si se inclina la cabeza hacia delante el proceso es menos traumático.
    Cuando no se quiere estar de este lado de la puerta pero aun no se ha decidido por la habitación siguiente se aconseja no moverse. Es mejor madurar la decisión en un lugar firme y amplio que ubicarse a mitad de camino, donde el techo baja y las paredes se acercan entre sí para apurar al cruzador. Se evitan así esa clase de terremotos que se desatan solo bajo los marcos de las puertas.
    El mensaje de las construcciones es claro: no se puede no estar en ningún lugar. Si insiste sobre esto, hágase guardia, patovica o portero. Oficios éstos que obligan a uno a situarse en el umbral (es decir: ningún lado) y dan la potestad de decidir quien cruza y quien no. Por esta razón es que usted no podrá cruzar ninguna puerta pues ya están todas ocupadas con gente dudosa devenida en guardias.

Anexo 2: Para dar con un enano

    Ante todo deberá creer en ellos y ellos en usted. ¿Por que sabe que? Como nosotros, ellos también piensan que no existimos. Entonces, cuando una persona cree en un enano, emite una señal que busca una semejante en el mundo de los diminutos. Se da la conjunción cuando hay creencias correspondidas en cada lado. Ahí se produce la transfiguración, de enano por hombre (acá), y de hombre por enano (allá). Se reemplazan por tiempo indefinido.
    Para proveerse de enanos deberá primero hacerse de hombres supersticiosos. Concurra a la salida de cualquier templo religioso o porque no donde alguien mantenga una sonrisa por una extensión de tiempo llamativa. Evite las personas serias. Luego, una vez embaucada la persona elegida, llévela con usted hasta donde haya construido el portal cósmico. Repita el proceso las veces que crea necesario hasta tener su propio séquito de enanos desnudos. Digo desnudos porque es como viven en su dimensión. Por último, me olvidaba, procure no creer usted mismo en los pequeños. No haga como yo, que escribo estas instrucciones para un público de gigantes, excluido en el mundo de los enanos. Fui víctima de un enano que tenía el mismo oficio que yo: contrabandeaba hombres vestidos.
    Ahora predico la palabra del Mesías en el único templo construido por hombres en este mundo, esperando con incierto anhelo la llegada de nuestro salvador, que nos devuelva a donde pertenecemos.