Florida, jueves, una y diez del mediodía. La hora pico de águila desciende con su tic-tac sincrónico y del surco aéreo se desprenden hebras de acero que se trenzan al son de su canto. De un saque, enhebran su camino por los ojos de las figuras inanimadas, que se agitan pendiendo de sus pupilas. Casi amorfas, se encauzan hacia el andarivel delineado por los cercos de cristal que espejan sus ausencias y al ver su reflejo opaco, retoman el zig-zag simétrico entre la marea de carne.
    El silencio repiquetea añorando el fondo pampeano y las raíces expiran, sepultadas por el tablero de baldosas. Los ríos de chapa se abren dando paso a los bombos de batalla, inmunes a los flechazos de reojo que yo también esquivo mientras miro toda esta postal que se va diluyendo y va perdiendo nitidez. Sus figuras originales se deforman a mi vista y voy infiriendo —en sentido opuesto— el caos original.
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